Un arte ¿primitivo? Algunas precisiones al respecto de las artes tradicionales del África Subsahariana y su implicación en la Modernidad

Alfonso Gilsanz Calvo

Gemelos Mambila. Escultura en el Museo de Arte Africano de Valladolid. Autor: Pablo Arconada.

La asociación de la religión animista con lo «bárbaro-barbaroi» (“extranjero” en sentido etimológico del griego clásico) posee un enorme cariz colonial que mucho tiende a deber de la imagen u otredad con la que se ha entendido al cuerpo-africano-barbaroi; y digo «cuerpo-africano» ya que la estereotipación de la persona de que vive en África es, por todos cuantos participamos en este curso, presumiblemente entendida como colonial y reduccionista; cuyo único fin no es más que caracterizar a través del cuerpo como sujeto o sujeto como cuerpo, a un espacio geográfico cada vez más entendido por discursos céntricos, locales y aquellos encontrados “entremedias”. Esto también sería interesante leerlo desde el punto de vista artístico, ya que la historiografía siempre ha tildado al arte africano (tal como se hacía en la segunda mitad del siglo XIX y XX) como “arte puro” o “arte etnológico” privándolo en cierta manera del concepto de Arte-Genio, constructo asociado sólo a lo occidental y Moderno (véase el sentido de Modernidad). Con todo ¿es posible estudiar la producción artística de las culturas subsaharianas que profesan estos cultos “animistas” desde un enfoque que no resalte la manida solución del «buen salvaje» basándose en la deconstrucción del hombre blanco caucásico y heterosexual, y enfatice otros aspectos como la forma, la técnica e incluso asigne el paradigma de “genio”, «escuela / taller» e incluso «Edad dorada»? ¿es posible hacer otra historia del arte para las formas producidas y conservadas al continente africano?

Incidir en la importancia de la revisión historiográfica a la luz de nuevos debates y planteamientos decoloniales; esta cuestión nos permite reconocer al objeto como manifestación física y conceptual, el cual, es activado por la mirada de un sujeto-conocedor que le otorga una posición determinada en el plano de la realidad. A partir de esta forma de conocimiento, comprobamos que los usos y funciones de dichos artefactos se convierten en toda una serie de construcciones culturales que no hacen sino activarse y desactivarse en función de aquellos que ejercen sobre su superficie dicha actividad de «mirar» y vincular materialidad con identidad. En este sentido, pretendemos aproximar sucintamente la problemática de esa mirada-mirante a la hora de aproximarnos al “arte africano” de tal forma que los datos que comprenderemos lo perverso de la mirada, y cuán perjudicial resulta la lectura colonialista, todavía vigente a día de hoy en muchos espacios.

El interés del hombre por mirar al otro forma parte de la Historia. En la obra El espejo de Heródoto: ensayo sobre la representación del otro (1980) escrita por François Hartog, el gran historiador griego nos habla de los escitas como “el otro” por excelencia. Será en el libro IV donde más describirá a ese “otro”, hablando de las costumbres y las fisionomías escitas como formas bárbaras; son muchos los detalles de cómo Heródoto describe las formas de una cultura ajena, introduciéndonos en un estudio antropológico. De este escrito habremos de comprender la siguiente máxima: nosotros nos fijamos en el otro para poder entendernos y describirnos a nosotros mismos. el conocimiento del otro nos permite limitar nuestra identidad/alteridad. La descripción del otro será planteada como una manera de atribuir los rasgos que no me definen para así conceptualizarme a mí mismo desde lo que deseo no-ser. Normalmente, estos juicios se emiten desde entidades culturales y no individuales. La identidad de esos “Otros” cristaliza en espejos en los que mirarnos para construirnos en proceso deductivo: sociedad-sujeto.

El otro está definido en el yo. Se habla de la dualidad (self = comunidad que mira) y el otro. En esta tesitura enjuiciadora podemos clasificar la alteridad mediante la descripción física: apariencia, color de la piel, la lengua y la forma de comunicación, el comportamiento y/o costumbres (costumbres culinarias, atavío, religión, desviaciones sexuales, etc.) la norma o self que a nosotros nos interesa es la científica-ilustrada. Es decir, la imagen del otro va más allá de las cuestiones de credo, aunque íntimamente ligada a esta. Será en el siglo XVIII cuando comience a fraguarse el concepto de “primitivo” y que no verá sus frutos más efectivos hasta el siglo XIX, con el colonialismo y el nacimiento de dos disciplinas científicas fundamentales: la Antropología y la Etnografía. A través de estas herramientas, Occidente comenzó a aproximarse al otro-negro-africano desde una perspectiva experimental y absolutamente paternalista. Hacia 1978 se publica la obra Orientalismo escrita por Edward W. Said, la cual marca un antes y un después en los estudios de la otredad donde se pone en cuestión los bandos este-oeste y cómo el posicionamiento superior de un grupo sobre otro legitima la cosmología colonialista y de ahí los mecanismos reales que se deducen del mismo.

Por “Estilo”, el Diccionario de términos artísticos (Bango, et.al. 2017), indica: “Conjunto de características originales y permanentes de un artista, una escuela , una época, zona geográfica, etc…, que permite su identificación y diferenciación respecto a otros” (p.272). En este caso, debemos identificar el comienzo del término “arte primitivo” hacia finales del siglo XIX con la idea de plantear los orígenes del Arte (recordemos que los inicios de dicha disciplina también se encuentran en esas cronologías), por ello nos encontraremos con los nombres de antropólogos e historiadores cuya misión se centró en calificar de “arte” a aquello que hasta entonces se había identificado como “objetos etnográficos”. Esto implicó que a medida que fue avanzando el siglo XX nos iremos encontrando con una depuración en las formas y la terminología aplicada, sobre todo en la década de los sesenta, momento en el que fruto de las “descolonizaciones”, el término “primitivo” comenzó a ser cuestionado y los museos como el del Trocadero de París o el Etnográfico de Nueva York, se vieron en la necesidad desaparecer y trasladar sus colecciones, en el caso del museo neoyorkino, al museo Metropolitano, resignificando así los fondos bajo el título de “Arte de África y del Pacífico”, empleando en este caso una categoría basada en la multiculturalidad y diversidad de los pueblos: es decir, se pasa del museo etnográfico al museo artístico, un verdadero avance en la descolonización de los mecanismos de conocimiento instaurados en el siglo XIX. Concretamente, será entre 1985 y 1999 cuando el término primitivismo sea objeto de una intensa crítica de corte decolonial y tildado de “eurocéntrico”.

Hemos de recordar que una de las cuestiones más controvertidas de los primeros defensores del “arte africano” fue la homogeneidad que le daban al término, un proceso cognoscitivo de gran carga colonial. En Primitivism in Modern Art (1986), R. Goldwater, infiere que: “[…] El primitivismo no es el nombre de un determinado periodo o escuela de la historia de la pintura que pueda ser descrito con una serie de características distintivas y objetivas cerrada, sino que al igual que el romanticismo, el primitivismo es una “actitud productiva del arte”. (López, 2018., p.38).

Ese primitivismo permitió a los artistas de comienzos del siglo XX adoptar una actitud de repulsa a esa Modernidad que no era sino el fantasma del pasado colonial que había construido el arquetipo de otredad desde el siglo XVII. En este sentido, artistas como Vlaminck, Matisse, Brancusi, Picasso, Derain, Klee, etc. se apoyarán en estos artefactos estéticos como baluarte desde el que defender un arcádico inicio, origen o nuevo centro, desde el que partir hacia la construcción de una nueva mirada; esto entroncaría a la perfección con la intencionalidad artística de estos momentos, entendida como Vanguardia, donde se quebró por completo la concepción de la figuración con la invención de la fotografía, y comenzando una nueva búsqueda en la concepción del propio Arte. Lo africano, comenzó siendo objeto de fetichización para finalmente acabar interrelacionándose con la cultura visual occidental y apagar muchas de esas incógnitas misteriosas hacia finales de la pasada centuria. Casi podríamos decir que los responsables de la valorización del arte africano en su más amplia extensión como arte en sí mismo podrían ser estos artistas de comienzos del siglo XX, entre los que se encontraba el grupo de Dïe Bruke (“el puente”); no obstante, debemos entender que son fruto de su propio tiempo, y proyectaron sobre dichas composiciones cuanto el sistema ilustrado les había dicho que eran: el resultado de toda una serie de sociedades que no habían alcanzado ese nivel de “madurez de civilización/pueblo/sociedad”, relegando sus producciones a una lectura supersticiosa y alejada de la razón como ente que estructura la jerarquía colonialista desde sus más primeros inicios hasta la misma actualidad. Si bien contamos con la aportación de especialistas como Carl Einstein o Franz Boas, entre otros muchos, los estudios puramente desde la estética comenzaron en mayor número hacia la década de los noventa, de la mano de autores como Charles Harrison, Francis Frascina, Gillian Perry, etc.

El conocimiento de las manifestaciones estéticas africanas buscaba ese ideal del “buen salvaje” que revelase los orígenes del ser humano, perfecto para aquellos artistas de la vanguardia que buscaban los orígenes del individuo para (re)explorar conceptos tan elementales como el del propio Arte. Es decir, no existe tampoco un claro interés por conocer al artista detrás de la obra, sino aquello que realmente les llamaba la atención: la destrucción de la Modernidad y la vuelta al punto de partida de la humanidad (sabemos que el gremio de artistas poseyeron un importante papel en la sociedad, y de hecho conocemos los nombres de algunos de ellos como Ighue-Igha de Ife, Fakeye de Nigeria o el maestro de Bouaflé de Costa de Marfil). Existe lo que David López Rubiño, denomina como “elogio al desconocimiento” ya que “Arte primitivo” también engloba a las producciones de Oceanía, despojando así de todo interés las cuestiones locales, estilísticas, etc. priorizando ese cariz anti-moderno y participando de alguna forma en ese reduccionismo colonialista. Agustín Linares Pedrero en este línea, plantea una pregunta convente: “¿de qué estamos hablando cuando decimos que es tipo de arte es primitivo y qué queremos expresar cuando decimos que es arte? Dicho de otra forma ¿qué derecho tenemos para imponer estas etiquetas eurocéntricas a culturas no europeas? […] ¿qué opciones hay?” (2018, p.43). Se deduce, por tanto, que los determinismos que codifican nuestra mirada (educación, país de nacimiento, cultura visual, etc.) serán cruciales a la hora de entender estas otras culturas, algo que seguramente hagamos con hartas incorrecciones, imprecisiones e injusticias por razones obvias. Una idea que es tangencial en los estudios de Foucault o Estrella de Diego, la cuestión de la mirada que no puede dejar de mirar: la “mirada-mirante”.

Estas experiencias estéticas comenzaron a entrar en los circuitos occidentales desde el siglo XVI, momento en el que las campañas colonialistas llevaban a lasa cámaras de maravillas dichos artefactos, no obstante, será a partir del siglo XIX cuando entren de lleno en los sistemas de rapiña institucionales; nos referimos a los brutales expolios sufridos, por ejemplo en el palacio real de Benín hacia 1879, momento en el que el imperio británico confiscó 300 placas de bronce destinadas a sus museos nacionales, otros de potencias vecinas y coleccionistas privados. Las poblaciones locales africanas, vieron que los occidentales demandaban una serie de objetos que ellos empleaban en sus ritos sociales, por ello optaron por la construcción de dichos objetos destinados exclusivamente al comercio; es aquí cuando se plantea el debate ¿sólo le interesa a Europa las piezas del ritual como verdaderas obras de arte, pensando las creadas para comercio como artesanía? A este respecto, David López Rubiño, rescata las reflexiones de L. Shiner en su estudio “‘Primitive fakes’, ‘tourists art’ and the ideology of Authenticity” (1994):

“[…] L. Shiner analiza el carácter paradójico y contradictorio de los criterios que nos permiten delimitar y diferenciar el Arte africano auténtico (en tanto que “Arte”). Contradicción que, a su juicio, se hace palpable: (1º) cuando estalla la alarma (o surge la inquietud) entre nosotros sobre la presencia del denominado “Falso Arte Primitivo” y (2º) por el desprecio generalizado que envuelve el denominado “Arte para turistas” […] En su preocupación por preservar la “autenticidad tradicional”, el ambivalente discurso occidental opera aplicando una especie de “doble rasero” cuando selecciona estéticamente los artefactos de estas sociedades. Solo selecciona los objetos elaborados para ser usados en rituales comunales (ya sea de tipo religioso, mágico o social), solo este tipo de artefactos son dignos de ser “elevados” a la categoría de Arte. Pero, en cambio, aquellos que hayan sido elaborados para ser vendidos con el fin de ser apreciados visualmente (estéticamente) son calificados como falsos o como banales productos comerciales (arte para turistas) […] Lo interesante de esta situación (conceptualmente) es que las esculturas quew no inrtnentan ser Arte en el sentido de nuestra noción (ya que han sido producidoas como objetos funcionales) son consideraods Arte Primitivo (Auténtico); mientras que que las tallas realizadas con la intención de ser Arte en el sentido que nosotros le atribuimos normalmente a esa práctica […] son denominadas como denominadas o calificadas como falsificaciones (fakes) reducidad al estatus de simples artesanías comerciales […] En el contexto del Mercado del Arte Primitivo la distinción entre Arte y Artesanía se invierte paradójicamente: los artefactos utilitarios se elevan a la categoría de Arte y los no-utilitarios quedan relegados a la categoría de Artesanía” (2018, p.35-36).

Pintada entre la primavera y el verano del año 1907, se considera que el genio artístico de Picasso fue capaz de concebir una de las obras más importantes dentro de la Historia del Arte, considerada además como la obra responsable del movimiento al cual se adscribe el autor y junto a Georges Braque (1882-1963) constituye el representante por antonomasia de dicho movimiento pictórico de comienzos de siglo, el cubismo (1907-1914). Las señoritas de Avignon es una obra en la que los rostros que presentan las mujeres de los extremos derecho e izquierdo se encuentren influenciadas muy posiblemente por este tipo de arte tradicional africano subsahariano. Picasso, mostró un gran interés por este tipo de manifestaciones artísticas (las máscaras africanas) debido a su interés en la búsqueda de los orígenes del hombre (tendencia tan característica del origen de las vanguardias artísticas y que tanto clamor tuvieron gracias a nombres como Gauguin o el propio Cézanne). Citando al profesor José Jiménez, podemos concluir:

 “[…] No se trata, en absoluto, de renunciar a ellos [los objetos del arte “primitivo”], sino de proporcionar un nuevo marco categorial que profundice y enriquezca nuestra comprensión de los mismos. De entrada, es preciso insistir en la necesidad de evitar todo intento de generalización absoluta o abstracta de las formas y sus funciones, cualquier pretensión de alcanzar una síntesis, forzosamente genérica, de algo inexistente. Las formas y sus funciones se presentan dentro de una gran diversidad de contextos culturales, épocas y situaciones ambientes y de ahí sus diferencias de sentido […] “Más que una “historia” se trataría de esbozar un cuadro de manifestaciones antropológicas estructuralmente recurrentes, aunque diferenciadas en su particularidad, y que afectan a dimensiones cruciales de las culturas humanas” (1996, p.55).

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